jueves, 9 de julio de 2009

DEMOCRACIA Y CULTURA

Por Mikel Azurmendi (Presidente del Foro para la Integración de los Inmigrantes)

La democracia no es únicamente un Estado de derecho, sino un sistema cultural. Además de un sistema público de leyes iguales para todos y de instituciones políticas para fomentar y salvaguardar el pluralismo, la tolerancia y la igualdad de oportunidades, es una interacción cotidiana de gente que queda como impregnada de muy similares hábitos de obrar y de vivir los acontecimientos.

Cultura es ese molde configurador de una conducta compartida; consiste en materiales simbólicos que permiten a las personas predecir las conductas del vecino. En consecuencia, lo que uno espera que el otro haga en determinada ocasión y que es lo que supone haría él mismo se le aparece como lo más cabal, realista y sensato.

Los materiales simbólicos de la interacción en democracia nos conducen a la suposición de que todos somos iguales, somos personas no sometidas una a la otra, individualmente libres y autónomas. La ley, pensamos que sirve para todos por igual y que todos debemos cumplirla por igual. Los tribunales, los concebimos como que solamente son aceptables por su imparcialidad y el derecho a la defensa.

Ante la autoridad, creemos que conviene discutirla, controlarla, elegirla, cambiarla. Lo justo se ve como una constante aproximación a un reparto más igualitario de la oportunidad social. La verdad, no la concebimos sino como resultado de un discutir sin constricción alguna para aceptar lo que parezca más adecuado según el mejor argumento en base a lo que se esté buscando en cada ocasión. Ante el Estado, nos parece más sensato intervenir en su constitución y ser titulares de su legitimidad constrictiva que dejárselo a algún jerarca o dictador.

Pero por experiencias pasadas, siempre disponemos de signos de temor y tendemos a mostrarnos desconfiados de su avasalladora capacidad de irrupción en otros ámbitos de la vida personal y social, y por eso tendemos a controlar el Estado. Las formas de vida privada se nos vuelven aceptables únicamente porque queda en nuestras manos el expandirnos libremente, pues, de lo contrario, nuestra vida no merecería la pena ser vivida.

Y por eso no creemos que aguantaríamos vivir en el Afganistán de los talibanes, en la Yugoslavia de Milosevic o en la España franquista. Ni concebimos ser españoles sin ser ciudadanos libres, autónomos y con mayores cotas de acceso al reparto de los bienes sociales, ni podríamos ser profesionales o artistas sin ejercitar la más absoluta determinación personal.

Así es la base simbólica de nuestra cultura compartida y según ella tomamos cada cual, individual e íntimamente, la decisión de nuestra peculiar forma de vida. Cada yo busca, como mejor le parece, sus propios materiales identitarios de expansión, según las contingencias de tiempo y espacio que le tocan vivir, pero es uno mismo quien elige la propia partitura de su vida y la ejecuta.

Se llama ahora multiculturalismo al hecho de que en el seno del mismo Estado de derecho coexistan una cultura democrática, por ejemplo la nuestra actual, con otra u otras culturas no necesariamente democráticas.

Es decir, cuando junto a nuestro actual tejido social de civismo laico, pero colocadas de manera aparte y sin interactuar con él, estuviesen cohabitando conductas masivas de personas sin igualdad jurídica que interactuasen entre sí mediante recursos simbólicos de desigualdad y jerarquía; no en virtud de imparcialidad y derecho, sino de supeditación discriminante entre varón y mujer, mayor y joven, rico y pobre, clérigo y súbdito fiel. U otra cualquiera. Pero, por suerte, en España no existe multiculturalidad todavía aunque sí existen proyectos, mensajes o intenciones de crear multiculturalismo.

Cuantos hablan de que los inmigrantes son etnias piensan -lo quieran o no- en algo multicultural, piensan en que grupos enteros de gente inmigrante se coloquen aparte, en ghettos o reservas y mantengan ahí su modo de vida colectivo de allí. Pero a España no nos llegan etnias, sino personas singulares con proyectos personales. Personas sueltas o con su familia, que quieren mejorar su vida. Y por muy parecidas que sean unas y otras y tengan orígenes culturales similares, cada persona llega con su propio proyecto, a intentar realizarlo.

Y lo encara desde su cultura de origen, pero renovando constantemente sus interacciones con las personas de la cultura democrática para lograr triunfar personalmente.

Hay experiencias multiculturales que nos sirven para no repetirlas nosotros, como por ejemplo el tratamiento en los EE.UU. a las comunidades indias, a ciertos colectivos religiosos y, de facto, a la mayoría de la comunidad de origen africano esclavo.

También Suráfrica decidió practicar la vida aparte de comunidades separadas unas de otras cuando los afrikánder de habla holandesa afrikaans decidieron que era mala para ellos la creciente tendencia a la amalgama entre blancos y negros. El doctor Verwoerd teorizó de esta manera en 1963 la necesidad de multiculturalismo: 'Podremos probar que sólo con la creación de naciones separadas la discriminación de hecho desaparecerá a la larga'.

Se trataba, pues, de crear algo que no existía, potenciando institucionalmente la separación existente entre blancos y negros en los deportes, conciertos, playas, bibliotecas, iglesias, sistemas de educación, programas de radio o universidades. A. Brink, célebre escritor surafricano en afrikaans ha escrito en un artículo de 1970 (Cultura y Apartheid) que 'culturalmente, la premisa del apartheid fue que el desarrollo separado ofrecería iguales servicios para todos los grupos.

Con la conservación de su 'propia' identidad, todos los grupos desarrollarían plenamente su potencial cultural y serían leales a su propio yo'. Y en su artículo desvelaba cómo 'la separación cultural ha significado carencia cultural para casi todos los grupos no blancos' y cómo la separación cultural fue teorizándose sobre la base de una impotencia física y racial de los negros respecto a los blancos.

Plantearía, pues, un proyecto multicultural similar quien tratase hoy a los inmigrantes que nos llegan como si fuesen bloques compactos de culturas y no personas individuales con intereses particulares, aunque es verdad que con costumbres y recursos simbólicos a veces muy distintos de los nuestros.

Pero hay además experiencias históricas hispanas que no nos sirven. Por ejemplo, ante nuestro actual reto por integrar a los inmigrantes en nuestra sociedad, el senador de Izquierda Unida nos propuso en la Comisión del Senado que el Toledo de las Tres Culturas era un buen modelo. Lo sentimos mucho, señor senador, pero no solamente el modelo toledano es irrepetible, sino que es inservible.

No se repetirá nunca más porque en el Toledo de los siglos X o XIII coexistían unos junto a otros tres tipos de cultura no democrática ni igualitaria, sin ni siquiera conocer la palabra 'derechos humanos', que es muy moderna. 'Derecho', tanto entre cristianos, judíos y musulmanes, equivalía allá entonces a dominio o 'facultad para', 'jurisdicción sobre' y se ejercía como poder jerárquico entre señores y súbditos, patronos y aprendices, varones y mujeres, clérigos y fieles. Si bien hubo auténticos momentos de buen entendimiento entre determinados vecinos e incluso entre vecindarios, unos terminaron por expulsarlos a los otros de la ciudad.

Los cristianos a judíos y musulmanes por cierto; precisamente porque el derecho era un símbolo del poder del más fuerte, eminente o superior. Y la fuerza física suele ser a la larga el único dirimente de los conflictos en ese tipo de sociedades. Y sin embargo, nuestras relaciones con vecinos y hasta vecindarios judíos y musulmanes hoy, tanto aquí como fuera, pero sobre todo aquí, pueden ser infinitamente mejores que las mejores de aquel Toledo.

A condición de que la relación se estructure precisamente sobre la base de nuestros valores democráticos, es decir, reconociendo el derecho de todos a vivir según la misma ley para todos: la que nos facultará a cada cual ser ciudadanos todo lo diferente que queramos. Para juntarnos con quienes queramos a hacer el tipo de cosas que cada cual suele hacer en su casa o con sus amigos: sea comer y beber, rezar y adorar, jugar y divertirse, estudiar y discutir, planificar y proyectar el futuro, o bien hacer el amor y estar en el ocio más completo.

En el Toledo democrático actual, con barrios y calles donde cohabitasen más o menos mezclados agnósticos, evangelistas, ateos, judíos y musulmanes en proporciones similares, nadie tendría el derecho de expulsar a nadie ni de molestar a nadie por mor de creencias religiosas, gastronómicas, éticas o estéticas.

El multiculturalismo es hoy una confusión teórica porque imagina que las relaciones son interétnicas, entre nosotros, los de la sociedad mayoritaria, y todos los demás, tomados en bloques étnicos minoritarios. Por eso como proyecto más o menos consolidado de relación interétnica en agrupamientos separados, unos al margen de otros, el multiculturalismo sería una gangrena fatal para la sociedad democrática.

Ni nosotros somos cultura mayoritaria ni los inmigrantes son etnias de cultura minoritaria; aquí, de momento y ojalá para siempre, sólo existe una cultura democrática, con bastantes taras y costumbres poco democráticas todavía, en la que ya están integrándose masivamente miles de inmigrantes que hacen en su vida privada lo que buenamente gustan sin menoscabar la dignidad ni el derecho de nadie, como hablar en sus lenguas, rezar a su dios o cubrirse con un pañuelo al ir al colegio.


CULTURA Y DEMOCRACIA

Por Mariella Chaui

En la historia de occidente, este sentido se fue perdiendo hasta que, en el siglo XVIII, con la Filosofía de la Ilustración, la palabra cultura resurge, pero se convierte en sinónimo de civilización. Sabemos que civilización deriva de la idea de vida civil, de vida política y de régimen político. Con el Iluminismo, es el patrón o el criterio que mide el grado de civilización de una sociedad.

Así, la cultura pasa a ser un conjunto de prácticas que permite valorizar y jerarquizar los regímenes políticoas, según un criterio de evolución. En el concepto de cultura se introduce la idea de tiempo, pero continuo, lineal y evolutivo, de tal modo que, cultura se convierte en sinónimo de progreso. Se valora el progreso de una civilización por su cultura y se valora la cultura por el progreso que trae a una civilización.

El concepto iluminista de cultura, profundamente político e ideológico, reaparece en el siglo XIX, cuando se constituye una rama de las ciencias humanas, la antropología. En su comienzo, la antropología, los antropólogos conservarán el concepto iluminista de evolución o progreso. Al adoptar esta noción, los antropólogos establecieron un patrón para medir la evolución o el grado de progreso de una cultura, y ese patrón fue el de la Europa capitalista.

Las sociedades pasaron a ser evaluadas según la presencia o la ausencia de algunos elementos que son propios del occidente capitalista y la ausencia de esos elementos fue considerada como un signo de falta de cultura o de una cultura poco evolucionada. ¿Cuáles son esos elementos? El Estado, el mercado y la escritura. Todas las sociedades que desarrollaron formas de intercambio, comunicación y poder diferentes del mercado, de la escritura y del Estado europeo fueron definidas como culturas “primitivas”.

La noción de primitivo sólo puede ser elaborada si es determinada por la figura de no-primitivo, por lo tanto por la figura de aquel que realizó la “evolución”. Esto implica no sólo un juicio de valor, sino todavía más, significa que aquellos criterios se convirtieron en definitorios de la esencia de la cultura, de tal modo que se consideró que aquellas sociedades que “todavía” estaban sin mercado, sin escritura y sin Estado llegarían necesariamente a ese estadio. La cultura europea capitalista no solo se coloca como el fin necesario del desarrollo de toda cultura o de toda civilización, sino que al ofrecerse como modelo necesario del desarrollo histórico legitimó y justificó, primero, la colonización y, después, el imperialismo.

En el siglo XIX, la idea de cultura sufre una mutación decisiva porque es elaborada como la diferencia entre naturaleza e historia. Es la ruptura de la adhesión inmediata a la naturaleza, adhesión propia de los animales, e inaugura el mundo humano propiamente dicho.

El orden humano, es el orden simbólico, esto es, la capacidad humana para relacionarse con lo ausente y con lo posible por medio del lenguaje y del trabajo. La dimensión humana de la cultura es un movimiento de trascendencia, que coloca a la existencia como poder para superar una situación dada gracias a una acción dirigida a aquello que está ausente. Por eso mismo, y solamente en esa dimensión, es que se podrá hablar de historia propiamente dicha.

Es esa concepción extendida de la cultura la que será incorporada a partir de la segunda mitad del siglo XX por los antropólogos europeos. Sea por tener una formación marxista, sea por tener un profundo sentimiento de culpa, buscarán deshacer la ideología etnocéntrica e imperialista de la cultura, inaugurando la antropología social y la antropología política, en las cuales cada cultura expresa, de manera históricamente determinada y materialmente determinada, el orden humano simbólico con una individualidad propia o una estructura propia.

A partir de entonces, el término cultura pasa a tener un alcance que no poseía antes, siendo ahora entendido como producción y creación del lenguaje, de la religión, de la sexualidad, de los instrumentos y de las formas del trabajo, etc.

La cultura pasa a ser comprendida como el campo en el cual los sujetos humanos elaboran símbolos y signos, instituyen las prácticas y los valores, definen para sí mismos lo posible y lo imposible, el sentido de la línea de tiempo, las diferencias al interior del espacio, valores como lo verdadero y lo falso, lo bello y lo feo, lo justo y lo injusto, instauran la idea de ley, y, por lo tanto, de lo permitido y de lo prohibido, determinan el sentido de la vida y de la muerte y de las relaciones entre lo sagrado y lo profano.

Con todo, ese alcance de la noción de cultura choca, en las sociedades modernas, con un problema: el hecho de ser, justamente, sociedades y no comunidades.

La marca de la comunidad es la indivisión interna y la idea del bien común, sus miembros están siempre en una relación sin mediaciones institucionales, poseen el sentimiento de un destino común, y afirman la encarnación del espíritu de la comunidad en algunos de sus miembros, en ciertas circunstancias. Pero, el mundo moderno desconoce a la comunidad: el modo de producción capitalista da origen a la sociedad, cuya marca primera es la existencia de individuos, separados unos de otros por sus intereses y deseos.

Sociedad significa aislamiento, fragmentación o atomización de sus miembros, forzando al pensamiento moderno a indagar el modo en que los individuos aislados pueden relacionarse, convertirse en socios. O sea, la comunidad es percibida por sus miembros como natural u ordenada por una divinidad, pero la sociedad impone la exigencia de que sea explicado el origen mismo de lo social. Semejante exigencia conduce a la invención del pacto social o del contrato social firmado entre los individuos, instituyendo la sociedad. La segunda marca, aquello que hace propiamente que ella sea sociedad, es la división interna. Si la comunidad se percibe regida por el principio de la indivisión, la sociedad no puede evitar que su principio sea la división interna.

¿Cómo mantener, frente a una sociedad dividida en clases, el concepto tan generoso y tan abarcador de la cultura como expresión de la comunidad indivisa, propuesto por la filosofía y por la antropología? Eso es imposible, pues la sociedad de clases instituye la división cultural. Se puede hablar de cultura dominada y cultura dominante, cultura opresora y cultura oprimida, cultura de elite y cultura popular. Cualquiera sea el término empleado, lo que se evidencia es un corte en el interior de la cultura entre aquello que se convino en llamar como cultura formal, o sea, la cultura letrada, y la cultura popular, que corre espontáneamente en las vetas de la sociedad.


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